REVISTA DE PSICOLOGIA -GEPU-
ISSN 2145-6569
IBSN 2145-6569-0-7

   
 
  Pautas de Crianza y Masculinidad. Estilos de Apego, Emociones Violentas y Psicoterapia

Pautas de Crianza y Masculinidad. Estilos de Apego, Emociones Violentas y Psicoterapia  
 

Yolanda Fontanil, Yolanda Alonso & Esteban Ezama 

 

  

Universidad de Oviedo - Universidad de Almería / España

   

 

 

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Yolanda Fontanil. Doctora en Psicología, Profesora titular del departamento de Psicología de la Universidad de Oviedo, España. Correspondencia: Yolanda Fontanil. Facultad de Psicología. Plaza Feijoo s/n. 33002 Oviedo. Correo electrónico: fontanil@uniovi.es

Yolanda Alonso. Doctora en Psicología, Profesora titular del departamento de Psicología de la Universidad de Almería, España.

Esteban Ezama. Doctor en Psicología, psicoterapeuta y supervisor docente, Centro de Investigaciones Comunicacionales, Oviedo, España.  


Recibido: 11 de Mayo de 2015
Aprobado: 17 de Noviembre de 2015   
 
 
 
Referencia Recomendada: Fontanil, Y., Alonso, Y., & Ezama, E. (2015). Pautas de crianza y masculinidad. Estilos de apego, emociones violentas y psicoterapia. Revista de Psicología GEPU, 6 (2), 158-171.
 
Resumen: Desde la perspectiva del vínculo de apego, las tradicionales pautas de crianza que incluyen el castigo físico conducen a estilos de vínculo desorganizado o temeroso en los hijos. La similitud entre las actitudes típicas de personas que han sufrido maltrato y las esperables en un buen soldado hace pensar que el vínculo temeroso resulte adaptativo en contextos en los que las estrategias de ataque o defensa deben primar sobre las estrategias de cuidado. A partir de este planteamiento teórico, el objetivo del presente trabajo es explorar la idea de que las características tradicionalmente atribuidas a la masculinidad pueden entenderse como derivadas de un antiquísimo interés social por mantener a los hombres preparados para el combate. Concluimos que el coste de la crianza violenta es alto, tanto para varones como para mujeres, y se manifiesta en problemas de apego adulto y en la crianza de los propios hijos. Consideramos esencial mantener esta perspectiva en la práctica terapéutica para entender muchas situaciones familiares y para contrarrestar las ideologías que las mantienen. 

Palabras Clave: Vinculo de Apego, Masculinidad, Violencia, Pautas de Crianza.

Abstract: From the perspective of the attachment theory, traditional parenting patterns that include physical punishment lead to disorganized- or fearful-attached children. The similarity between the typical attitudes of people who have suffered abuse and the expected attitudes of a good soldier suggests that the fearful attachment style turns out to be adaptive in contexts in which attack or defense strategies must take precedence over care strategies. On the basis of this approach, we explore the idea that the traits traditionally attributed to masculinity can be understood as arising from an ancient social interest in keeping men ready for battle. We conclude that the cost of violent parenting is high, both for men and women, and is expressed through adult attachment disorders and problems with raising their own children. In the therapeutic practice, we see this perspective as essential in order to understand many family situations and to counteract ideologies that maintain them. 

Keywords: Attachment Bond, Masculinity, Violence, Parenting Styles.

Introducción

Unos jóvenes padres y sus dos hijos, una niña de dos años y un niño de seis, se sientan a cenar en un hotel de vacaciones. Cada uno tiene delante su plato de comida. El padre habla al niño con expresión de enfado, el niño mira al frente y el padre le golpea con fuerza el dorso de la mano. El niño no llora y come un bocado. A  los pocos minutos la madre se dirige a la niña y la reprende. La niña no la mira. “¡Come!”, dice la madre. La niña sacude la cabeza negando. La mujer le agarra el hombro con su mano izquierda y la zarandea. Le acerca un trozo de comida en un tenedor con la mano derecha. La niña aparta la cara. La madre la increpa y vuelve a intentarlo.

Se dan tres o cuatro episodios parecidos a lo largo de la cena. El restaurante del hotel es muy grande y la mesa está rodeada de otras mesas ocupadas. Calculando los clientes sentados y los que pasan camino del autoservicio, se podría hablar de unos quinientos espectadores potenciales de la escena. Los padres no dan muestras de vergüenza.

No es una noche particular, la escena se repite al día siguiente y al otro. Tampoco es una familia singular. En otra mesa una madre y su hija representan una obra parecida, con expresiones y respuestas semejantes: sin  llantos de los niños y sin vergüenza de los padres. Se saben observados, pero es lo normal. Es como debe ser. Representan un modelo de crianza.

La Crianza Coercitiva

En España, el uso de la violencia en la educación de los hijos parece ser bastante común. Un estudio de 2004 del Centro de Investigaciones Sociológicas sobre opiniones y actitudes sobre la familia, elaborado en base a 2500 entrevistas personales en una muestra representativa de la población, desvela que el 26 % de los encuestados está muy de acuerdo o bastante de acuerdo en que es necesario dar bofetones a los niños para mantener la disciplina, y un 60 % en que a veces es imprescindible darles azotes. Un 28 % recuerda que sus padres les abofeteaban para mantener la disciplina cuando eran niños. No disponemos de datos cruzados para saber cuántos partidarios de los bofetones recuerdan a su vez haber sido disciplinados a bofetones, pero el parecido de la distribución es sugerente. Según datos recopilados por Naciones Unidas, el castigo físico en la crianza es habitual en toda América latina, en Colombia en particular, las encuestas revelan que aproximadamente el 50% de las mujeres consideran necesario y emplean el castigo físico en la educación de sus hijos (Unicef, 2006).

Por otro lado, existen suficientes estudios que constatan la relación entre los castigos físicos durante la niñez y dificultades en la vida adulta (Gámez-Guadix, Straus, Carrobles, Muñoz-Rivas y Almendros, 2010). También está sobradamente comprobada la relación entre la agresividad en adolescentes y determinados estilos de crianza, como la hostilidad, la negligencia, la falta de respuesta o la excesiva permisividad por parte de los padres (Georgiou, 2008; Wahl y Metzner, 2012; Tur-Porcar, Mestre, Samper y Malonda, 2012). La agresividad de los hijos hacia los padres también presenta una clara relación con los estilos de crianza punitivos, y más cuando a éstos se añade la exposición a la violencia de los padres entre sí (Gámez-Guadix y Calvete, 2012; Ibabe, Jaureguizar y Bentler, 2013). Parece claro pues que criar con violencia y coacción acarrea consecuencias negativas. Y sin embargo, se hace. 

Las actitudes violentas hacia los hijos pueden interpretarse de diferentes modos: como el resultado de unas malas relaciones familiares o de conflictos entre la pareja; como consecuencia de las malas prácticas de crianza o el abandono sufridos en la propia infancia (véanse por ejemplo Stith et al., 2009; Voorthius, Bhandari, Out, Van der Veen, Bakermans-Kranenburg y Van IJzendoorn, 2014). Pero parece haber también un componente ideológico. Estudios como el de Sánchez e Hidalgo (2003) evidencian que nuestros convencimientos sobre la educación determinan cómo actuamos con nuestros hijos. Estos autores agruparon a 53 madres en función de si eran partidarias de la crianza “moderna” (uso del razonamiento y las explicaciones como control del comportamiento) y la “tradicional” (uso de métodos más autoritarios y menos sensibilidad a los aspectos psicológicos de los niños). Su forma de actuar con sus bebés de un año mientras les alimentaban era significativamente diferente, tanto en el contacto físico como en el verbal, lo que en conjunto se denominó calidez afectiva, y que se encontró más baja en las madres partidarias de la crianza tradicional. También encontraron un mayor número de éstas en el grupo que mostraba menos habilidad para identificar y responder de un modo ajustado a las demandas de los bebés. Como era de esperar, las  madres “tradicionales” mostraban también mayor tendencia al uso de estrategias de control coercitivas. 

Según Aguirre (2000), las creencias y convencimientos de padres y madres sobre la crianza sustentan y justifican su forma de proceder. Es lógico pensar que las ideas que uno tiene sobre la crianza estén en coherencia con las prácticas de crianza que uno aplica. Pero en la dirección inversa, las creencias también sirven para encontrar coherencia en lo que nos están haciendo personas que dicen querernos. No es infrecuente que las víctimas de malos tratos físicos en la infancia los justifiquen: «Era la única forma de que me metieran en cintura». Las ideas sobre los beneficios o la necesidad del control coercitivo y violento de los hijos e hijas continúan arraigadas y vigentes en nuestra sociedad a pesar de las evidencias en su contra.
 
Nuestro planteamiento sostiene que tales ideas, si bien ampliamente contradichas por los resultados de la investigación, no son ideas equivocadas, sino acertadas para un determinado modelo del mundo, fuertemente implantado y reconstruido una y otra vez a lo largo de las generaciones. Morton Schatzman (1977), a propósito de las amenazas de castración en tiempos de Freud para prevenir la masturbación de los niños, identifica las ideologías familiares como instrumentos para defender intereses sociales, entre ellos el mantenimiento de la jerarquía patriarcal. Podría argumentarse que han sido los intereses de los varones los que han mantenido las ideologías tradicionales sobre crianza y educación. Sin embargo, los propios varones también son víctimas de esta ideología: un 58 % de ellos sufren maltratos siendo adultos, frente a un 51,8 % de mujeres. Y sus agresores son mayoritariamente otros varones (en concreto, el 54,60 %; del resto, un 20,8 % son mujeres y el 24,6 % restante son personas cuyo género no es declarado por el informante, Fontanil, Ezama, Fernández, Gil, Herrero y Paz, 2004). Nuestra hipótesis es que estos datos reflejan una pauta de crianza que considera conveniente ejercer violencia hacia los niños, y que es diferente para varones y mujeres. En los próximos apartados exploramos la naturaleza esa diferencia y su para qué.

Apego y Violencia

Los estilos de apego se han utilizado como esquema explicativo de la violencia contra personas cercanas (Henderson, Bartholomew, Trinke y Kwong, 2005; Gormley, 2005). Según la propuesta de Bowlby (1980), la conducta de apego tiene como fin procurar una sensación de seguridad a través del acercamiento y la proximidad a nuestras figuras de apego. A través de las relaciones con nuestras primeras figuras de apego, los seres humanos construimos un juicio sobre nosotros mismos y sobre el resto de seres humanos, que nos lleva a extraer como factor común nuestra identidad (Collins y Read, 1994; Fraley, 2007). Esta identidad se deriva esencialmente de la estima y el trato recibidos de esas primeras personas cercanas.

Los estudios de Bartholomew y Horowitz, (1991) basan los estilos de apego adulto en esa valoración, positiva o negativa, que hemos construido sobre nosotros mismos y sobre los demás. A partir de estos autores se ha adoptado un esquema de dos dimensiones para caracterizar las relaciones de apego, una relacionada con el grado en que sentimos temor a ser abandonados o rechazados por los otros (la dimensión ansiedad) y la otra con el grado en que nos incomoda la intimidad con otros (la dimensión evitación). Estas dimensiones reflejan la predominancia de dos tipos diferentes de estrategias frente a situaciones amenazantes. Un alto temor al rechazo y el abandono se corresponde con estrategias de hiperactivación del sistema de apego, consistentes en intentos insistentes o coercitivos de conseguir la proximidad de nuestras figuras de apego, acompañados de percepción de indefensión e incompetencia para la autorregulación de los estados de ánimo (llamamos a esto estilo de apego preocupado). La incomodidad con la cercanía correspondería con estrategias de desactivación o de negación de la necesidad de vinculación y con la valoración de la proximidad de otros como ineficaz para sentirse protegidos y seguros (estilo rechazante) (Mikulincer y Shaver, 2011). Cuando las estrategias de desactivación y de activación se alternan con frecuencia, el estilo de apego recibe el nombre de temeroso en adultos, o desorganizado en niñas y niños pequeños. 

El desarrollo de un estilo de apego temeroso parece provenir de actitudes de las figuras de apego tales como el alejamiento en situaciones de tensión, las respuestas intrusivas negativas, la confusión de roles al responder a los pequeños, las respuestas desorientadas y los comportamientos que indican miedo o que producen miedo. Cuando las propias figuras de apego son responsables de provocar miedo (amenazando o violentando), los niños y niñas se ven en un callejón sin salida en el que escapar del daño es físicamente imposible, lo que acarrearía esa alternancia entre estados de hipervigilancia, la protesta airada, el bajo tono emocional e incluso los estados disociativos (Hennighausen y Lyons-Ruth, 2010). 

El tipo de cuidados que  recibimos de pequeños define nuestro estilo de apego, y también nos faculta para cuidar de manera más o menos (in)sensible o (des)considerada a nuestros propios hijos (Kunce y Shaver, 1994; Edelstein et al., 2004; Feeney y Thrush, 2010). Las razones para fracasar en esta tarea pueden ser diversas: la carencia de habilidades de cuidado, las dificultades para entender lo que el niño necesita, o la imposibilidad de mantener la calma cuando nuestros hijos plantean problemas difíciles. También por la propia necesidad de recibir cuidados, por la falta de un refugio seguro y una base segura donde calmarnos y reorganizarnos en los momentos de dificultad. 

La gente se enfada con el niño que no deja de llorar como se enfada con la tarta que no se desmolda o con el televisor que no enciende: porque es frustrante. La niña que grita de miedo por la araña en el techo de su cuarto termina siendo zarandeada y golpeada por su madre “para que llores por algo”. Pero a la desconsideración y a la insensibilidad también se llega por ideologías. En consulta, el padre de un niño de 11 años que acaba de regresar prematuramente de un campamento de verano tras un alarmante episodio disociativo, expresa su temor a reafirmar la debilidad de su hijo si le da cariño. La ideología de crianza a la que nos referimos aconseja a los padres desoír el llanto y las peticiones de atención para no reforzar los signos de debilidad, presuponiendo que el llanto y demás conductas de aproximación a las figuras de apego lo son. El lloro, la protesta y la pataleta se consideran conductas desadaptadas que deben ser extinguidas, despojándolas de su valor como actos de comunicación. A lo sumo se consideran maniobras de rebeldía más o menos deliberadas y orientadas a “salirse con la suya”. Si considero que lo que la niña persigue es doblegarme ante sus caprichos ―y no mi protección ante la amenaza de la araña del techo― entonces será necesario mostrarle “quién manda aquí”. En un interesante estudio sobre profecías autocumplidas, De Castro, Hinojosa y Mayes (2010) encontraron que la atribución de intenciones negativas a los bebés cuando tienen 6 meses se relaciona significativamente con el apego de tipo desorganizado a los 3 años. La ideología no solamente influye en las actuaciones, sino que las actuaciones tienen el efecto de confirmar la ideología de la que partíamos en un bucle sin fin. 

La Masculinidad y la Disposición para el Combate

Los varones han sido tradicionalmente más estigmatizados por exhibir señales de petición de cuidados (“los niños no lloran”). La permisividad en cuanto a las muestras de “debilidad” (búsqueda de cuidados y de protección) favorece manifiestamente a las mujeres. De los varones se espera más bien la autosuficiencia, la independencia o la frialdad (Bem, 1981). Existe un contexto en el que esta diferencia puede resultar adaptativa, y que nos mueve de nuevo a pensar si la ideología que defiende la crianza violenta, insensible o desconsiderada no constituye en el fondo una conveniencia social cuyo coste ha de ser pagado. Invitamos al lector a la siguiente reflexión: ¿a qué tipo de personas atribuiríamos estas características?

No pensar en lo que siente el otro.
Hacer daño a los que son menos fuertes que uno mismo.
Mostrar pesar, pero no remordimientos cuando se reciben reproches por un comportamiento cruel.

Son formas comunes de actuar de los niños maltratados (Perry, 1996) pero también son las formas de actuar de un buen soldado. Durante toda la historia de la humanidad, un varón corriente debía estar preparado no solo para matar, sino también para no pensar en el daño o la muerte que podían esperarle en una contienda. Desde el esquema del apego, el estilo rechazante (evitación de la cercanía y autosuficiencia) es un excelente punto de partida para lograr esa actitud, aunque la combinación de temor al rechazo y de incomodidad con la cercanía del estilo temeroso resultaría aún más adaptativo, porque para el éxito militar es necesaria una tropa obediente. La vinculación al grupo militar es incondicional y soslaya el riesgo de abandono, al tiempo que no exige cercanía emocional. 

No todo el mundo está capacitado para matar ni dispuesto a morir, y aún menos para repetir en la próxima batalla si has sobrevivido. Es necesaria una determinada clase de desmemoria y de distanciamiento. Algunos estudios muestran que a las personas con estilo de apego temeroso, la cercanía de la muerte las predispone a recomendar castigos más duros, a respuestas más hostiles y despectivas contra los que no pertenecen al grupo propio, y también a una mayor disposición a morir por una causa (Mikulincer y Florian, 2000). A esto solamente habría que añadir un buen entrenamiento militar, al cual estaban abocados los varones. 

Las cuestiones de género no pueden dejarse al margen, no solamente por las diferentes funciones sociales asociadas al mismo, como la guerra está asociada al varón, sino también porque no hay situación interpersonal en la que no esté en juego quienes somos a ojos de los demás, y para la mirada externa lo primero que somos es mujeres o hombres. Todos nos posicionamos, a sabiendas o no, respecto a nuestro deber o nuestro objetivo de ser de cierta manera (fuerte, cariñoso, cuidadoso, valiente, sufrido...), y todos invertimos esfuerzo en presentarnos como consideramos que debemos ser: más o menos masculinos o femeninos. 

Entendemos por masculinidad la preferencia de una persona por que le sean atribuidas características que se suponen adecuadas (o más adecuadas) para los varones y no adecuadas (o menos adecuadas) para las mujeres. Esa preferencia se manifiesta actuando en circunstancias concretas de maneras reconocidamente eficaces para conseguir tal atribución. La masculinidad sería un conjunto de repertorios de acción que se aprenden en contextos en los que el género de los participantes es relevante y que proporciona a los individuos el calificativo de varones adecuados (Addis, Mansfield y Syzdek, 2010). La agresividad es una característica que se supone adecuada para los varones, y la manera reconocidamente eficaz para que se le atribuya a una persona es ejercer la violencia justificada: la que se da en defensa de la nación, de la familia, o en la propia. 

Los varones no solamente deben estar dispuestos a la violencia, sino que también debe parecer que lo están. Weisbuch, Beal y O’Neal (1999) encontraron que los varones que en una tarea experimental actuaban de manera más abiertamente agresiva alcanzaban también puntuaciones más altas en masculinidad en el Inventario de Roles Sexuales de Bem (1974), y curiosamente los que actuaban de manera más encubiertamente agresiva eran los que más discrepancia referían entre lo masculinos que eran y lo masculinos que debían ser. En un trabajo similar, Willer, Rogalin, Conlon y Wojnowicz (2013) entrevistaron a varones y mujeres sobre temas como la guerra de Irak o la homosexualidad. Los varones que, al azar, recibían réplicas que cuestionaban su masculinidad, sobrecompensaban este cuestionamiento dando opiniones más “viscerales”. En cambio, que se cuestionase o no su feminidad, no marcaba diferencias en las respuestas de las mujeres. 

La predominancia de la violencia entre los varones puede entenderse como el coste de la adaptación a un destino que durante toda la historia de la humanidad ha sido más que probable: el de combatir. Sin embargo, durante el último siglo la tecnología armamentística y militar va dando paso a ejércitos más profesionalizados y sociedades más pacíficas, y la presencia de fuerzas del orden público hace innecesaria la defensa física de la familia o del grupo. La convivencia social se hace más segura al tiempo que una parte importante de lo que entendemos tradicionalmente por masculinidad queda fuera de contexto. 

A pesar de estos cambios sociales, las pautas de crianza que preparan para guerrear persisten en muchas prácticas sociales. Son representativas de esta ideología las propuestas de soluciones rápidas para que los niños duerman solos, coman a su hora y, en general, no den la lata. Sin duda, criar sin coacción es más difícil. Además, gran parte de nosotros tenemos nuestra propia historia en contra, y a menudo los expertos calman nuestra inseguridad como padres defendiendo la “doma” como la forma de crianza más adecuada para los seres humanos. 

Epílogo: Historias de Apego y Violencia en Psicoterapia

Los trastornos del apego relacionados con la violencia, el abandono o el maltrato dejan una profunda huella en quien los sufre. De continuo aparecen en nuestra práctica clínica ese tipo de heridas, que están en la base de fracasos vitales en cadena. A continuación discutimos algunos de estos casos, con el objeto de ilustrar los circuitos emocionales que desplazan el malestar hacia la ira (ver Figura 1), y los posibles caminos alternativos que contribuyen a contrarrestarlos (Figura 2). 

Juan lleva treinta años casado con Ángeles, y tiene estallidos violentos desde que eran novios. Ella dice haberlos pasado por alto porque su propio padre los tenía peores y vio a su madre aguantarlos. En opinión de Juan, el suyo no es un caso muy grave, pues en esos treinta años Ángeles sólo ha sangrado una vez un poco. 

Cuando nacieron los hijos la situación empeoró, Juan estaba más irritable y según Ángeles se mostraba celoso y parecía un niño más. Desde que está jubilado, Juan se ocupa de arreglar las cosas de la casa. Es un hombre mañoso. Siempre ha traído el dinero a casa. Es una persona amable y sociable que cae bien a los demás. Se queja de que ella lo critica y protesta por todo. Esto le irrita mucho, pero como no quiere tener conflictos, simplemente le pide que se calle. Pero ella continúa, y él aguanta hasta que estalla. La reciente muerte de su madre le ha vuelto aún más irascible. A la pregunta de si alguna vez responde a las críticas de su mujer diciéndole: “Ángeles, me haces sentir mal, me ofende que me hables así. Es como si no me quisieras”, contesta que nunca lo ha hecho. Los hombres no muestran sus sentimientos.

Su terapeuta ha intentado explicarle lo que mostramos de forma gráfica en la Figura 1. Los varones han sido criados en el convencimiento de que para merecer la pena como personas tienen que ser fuertes, mientras que mostrar tristeza o miedo pueden considerarse signos de debilidad. Sin embargo, cuando el objetivo es contar con el apoyo de las personas cercanas, la exteriorización de fortaleza resultará contraproducente. Si ante una amenaza, ofensa o pérdida sólo te permites la salida del enfado, lo más probable es que las personas con la que precisamente necesitas estar para sentirte mejor se alejen de ti. A Juan le ha costado bastante entender esto. El terapeuta le pregunta si alguna vez le ha contado a algún amigo lo que siente. Contesta que sólo en una ocasión, hace bien poco, y que los dos terminaron muy borrachos.

Clara tiene 10 años y vive en un centro de protección de menores. Desde los 3 años pasa los fines de semana con una familia voluntaria compuesta por una mujer de 70 años y su hija de 50. Ambas están muy preocupadas por la agresividad de la niña. Se la ve feliz cuando la recogen los viernes, pero luego se enfada, las insulta, da patadas a puertas y muebles y estropea rápidamente cualquier regalo que le hacen. En una sesión individual, Clara le dice al terapeuta que quiere dejar el centro y vivir con ellas, como su hermano menor, que ha sido adoptado recientemente por otra familia. Pero las mujeres no se deciden a dar el paso porque se sienten sobrepasadas por sus descargas de ira. Al analizar el desarrollo de sus reacciones, se descubre que los peores fines de semana coinciden con algún contratiempo, cuando Clara ha sufrido burlas de sus compañeros de clase o cuando su hermano acude al centro de visita pero pasa el tiempo con sus antiguos camaradas en lugar de con ella. En otras palabras, cuando se siente ofendida, amenazada o sufre un sentimiento de pérdida (ver Figura 1). 

Los domingos Clara vuelve al centro y suele ser un día muy malo. Su comportamiento exaspera a las mujeres, que intentan corregirla o la castigan sin hablarle, y a veces optan por devolverla al centro antes de lo previsto (alejamiento). El terapeuta les indica que su modo de corregir a Clara hace que ella se sienta ofendida y amenazada, y que la niña se sobrepone a esos sentimientos enfadándose aún más, pues la ira es la única pauta que conoce. Al poco tiempo comienzan los cambios. Clara ya no expresa su enfado cuando ellas están presentes, aunque siga rompiendo cosas a solas, en particular lápices y bolígrafos mientras hace los deberes. El patrón de la Figura 1 va dejando paso a otro en el que las mujeres se enfadan menos y la protegen o consuelan más. Pero Clara aún cuenta pocas cosas cuando está enfadada, y eso sigue siendo descorazonador para ellas. La expresión de las experiencias, de las necesidades y de los sentimientos (ver Figura 2) sigue siendo para Clara un paso infrecuente en su rutina, y eso entorpece los intentos de las cuidadoras de ajustarse a sus necesidades. Al menos, se permite llorar en algunos momentos, sobre todo cuando reflexiona sobre su pasado y su futuro, y ha aprendido a pedir perdón después de sus arrebatos. Afortunadamente Clara se expuso lo suficiente como para permitir enunciar la hipótesis de que su ira y su desprecio eran reacciones a situaciones de amenaza o de pérdida, y fue posible sustituir las pautas intensificadoras de la ira por otras en las que es más probable el consuelo y la protección. (Ver figura 1 y  2 en PDF).

Nuria ha vuelto a trabajar tras la maternidad y relata a su terapeuta su frustración y su mal humor. Está pendiente de una oposición y de una operación quirúrgica que la angustia. Ni si marido ni su hijo mayor la ayudan en las tareas de casa, sólo su hijo pequeño lo hace. Vive la situación como profundamente injusta, pero es presa de su sentido de la responsabilidad, así que continúa cuidando de la casa a pesar de estar incentivando con ello el egoísmo y la falta de empatía (en sus propias palabras) del marido y del hijo mayor. Podría ocuparse solamente de sí misma y del pequeño, pero algo no se lo permite. Nuria actúa conforme a lo que ha aceptado que debe ser, sin percatarse de que con ello está obedeciendo a ideas que no le gustan, ideas machistas e insolidarias. Liberarse de esa tiranía auto-aplicada tiene un precio: aceptar la carga de la culpa. El terapeuta le propone seguir una regla de reciprocidad para los cuidados, y de no reciprocidad para los ataques, es decir, cuidar solo cuando es a su vez cuidada, y no cuidar cuando no la cuidan.

Bajo el prisma del vínculo de apego, dos cosas hacen valioso a alguien: que le protejan y velen por su bienestar, o que le busquen como fuente de protección y cuidados. Cuando una mujer maltratada dice amar a la persona que la maltrata, está diciendo que no ha renunciado a esa persona como figura de apego (base segura o refugio seguro), o bien que no ha renunciado a ella como figura a la que proteger y cuidar. El prototipo de la primera acepción es el amor del bebé por su mamá (el deseo de ser cuidado por alguien). El prototipo de la segunda es el de la mamá hacia su bebé (el deseo de cuidar a alguien). Ser una buena madre cuidadora es esencial para la supervivencia de las especie, pero puede resultar desastroso a título individual si tus valores te impiden alejarte de personas que te hacen daño. La disposición de muchas mujeres a seguir cuidando a parejas maltratadoras puede resultar chocante, pero no lo es desde nuestra hipótesis. Ninguna sociedad de hombres preparados para la guerra habría sobrevivido sin el contrapunto de compañeras sacrificadas y capaces de perdonar y continuar cuidando.

Conclusiones

En este trabajo hemos intentado comprender las razones por las que la violencia y la insensibilidad aparecen tan frecuentemente en las pautas de crianza y en las relaciones íntimas, con el objetivo sobre todo de ayudarnos a evidenciarlo a nuestros consultantes en terapia. En no pocas ocasiones, los motivos de consulta se relacionan de una forma u otra con situaciones de maltrato de las que los implicados no consiguen salir, o no perciben como peligrosas, o simplemente no perciben. 

En las relaciones cercanas, la ira y la violencia siempre pasan factura, y la motivación para el cese de la violencia, tanto para el que la ejerce como para el que la sufre, puede radicar en evitar ese precio. La consecuencia más inmediata y más gruesa, y que puede movilizar hacia el cambio a los más irreflexivos, es el castigo social: la sanción económica, la pérdida de libertad, el repudio, etc. Un coste menos evidente pero no por ello menos importante es que la agresividad contra nuestras figuras próximas es una auto-agresión inadvertida, porque con ella atacamos la red que psicológicamente nos mantiene en pie. El maltrato sólo puede considerarse una estrategia exitosa si se evalúa en el muy corto plazo, mientras que a largo plazo todos pagan por ello. Confundimos y corrompemos a nuestros hijos si les hacemos aquello que nunca querríamos que tolerasen de una futura pareja (el cachete en la mano, el zarandeo…). Lo mismo que si nos ven aceptar para nosotros situaciones (los estallidos de ira de nuestra pareja, la desatención, el trato injusto…) que no querríamos que ellas y ellos aceptasen nunca para sí.

Historias como las anteriores se repiten con frecuencia en nuestro trabajo como terapeutas. En él observamos una y otra vez la dificultad de personas como Juan, Clara o Nuria para entender sus propias elecciones como tributarias de lo que imponen la costumbre o la tradición. De nuestras investigaciones sobre la eficiencia del trabajo terapéutico se desprende la importancia y la necesidad de entender lo que ocurre, más que otros tipos de ayudas terapéuticas, para incrementar la calidad de las sesiones de terapia y para promover cambios beneficiosos entre sesiones (Ezama, Alonso, González, Galván y Fontanil, 2011; Ezama, Fontanil y Alonso, 2012). En nuestra opinión, casos como los suyos exigen como objetivo terapéutico entender esos patrones de interacción de los que somos cautivos por compromiso cultural y muy probablemente también por los resultados de nuestra propia experiencia de crianza. Desvelar el papel de esos elementos en la persistencia del uso de la violencia y cómo se concretan en cada caso individual ha de ser un ingrediente central en nuestras entrevistas terapéuticas.

Referencias

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