Referencia Recomendada: Quebradas, D. (2019). El legado de Oliver Sacks. Revista de Psicología GEPU, 10 (1), 175-178.
Reseña del libro: Sacks, O. (2017). El hombre que confundió a su mujer con un sombrero. Décimo Cuarta Edición Compactos, Editorial Anagrama. España: Barcelona.
“Para situar de nuevo en el centro al sujeto (el ser humano que se aflige y que lucha y padece) hemos de profundizar en un historial clínico hasta hacerlo narración o cuento; sólo así tendremos un <<quién>> además de un <<qué>>, un individuo real, un paciente, en relación con la enfermedad…en relación con el reconocimiento médico físico” p.10
Oliver Sacks logró situar al héroe, al villano, al guerrero, al paciente antes que al diagnóstico en el escenario del cerebro; un genio de la Neurología Clínica y la Neuropsicología que fue capaz de incorporar a la tradición Hipocrática -a la historia natural de la enfermedad- la historia del paciente -la experiencia de la persona que lidia por conservar sus vivencias, su relación con el mundo, su relación con los otros, incluso su propia conciencia y su yo-. Al mismo tiempo, Oliver supo cómo llevar a cabo, a partir de cada caso escogido, diferentes reflexiones sobre el concepto de función cerebral, el funcionamiento de la mente, la conciencia y la inconmensurabilidad de la neurología objetiva y la fenomenología del paciente que padece cierta etiología del daño cerebral; reflexiones que eran necesarias para un proyecto de una nueva neurología clínica y una neuropsicología más amplia, una ciencia romántica (en términos de Alexander R. Luria).
El texto El hombre que confundió a su mujer con un sombrero está organizado en cuatro partes, a saber: 1) Pérdidas, 2) Excesos, 3) Arrebatos y 4) El mundo de los simples. Cada una de estas partes, cumple un objetivo particular que llevará al lector a comprender la importancia del análisis de la experiencia del paciente y su comportamiento para el entendimiento de la enfermedad del cerebro, más allá del consultorio, más allá de la mera agrupación de síntomas y signos que configuran un síndrome, más allá del correlato anotómico-clínico, más allá del diagnóstico para entender el Cerebro en acción.
Oliver inicia el texto señalando, que la palabra favorita de la neurología es déficit, la pérdida parcial o total de una función mental o nerviosa específica (p.19); un hecho que se observa fácilmente al revisar el catálogo de las enfermedades neurológicas y encontrar la Afasia (pérdida del lenguaje), la Amnesia (pérdida de la memoria), la Apraxia (pérdida de habilidades motrices), entre otras enfermedades neurológicas. Seguidamente, Oliver llama la atención sobre la importancia de la patología del cerebro, que crea escenarios que serían imposible de imaginar y que exige descripciones más amplias que la de los meros correlatos neurológicos.
Tal es el caso del Doctor P. que podía reconocer las partes de un objeto y nombrarlo, y sin embargo no podía verlo en su totalidad; como la vez en que Oliver le entregó una rosa “-unos quince centímetros de longitud- comentó -Una forma roja enrollada con un añadido lineal verde-” (p.32). Del mismo modo, el Doctor P. era incapaz de reconocer rostros -prosopagnosia-, sólo podía ver sus partes, sin lograr integrarlas. De acuerdo Oliver, el Doctor P. parecía tener una lesión parietal derecha y occipital que le había arrebatado de manera extraña el mundo real y concreto; éste se encontraba aislado en un mundo abstracto, lleno de categorías que le permitían describir el mundo externo y su mundo interno, pero que no eran suficiente para verlo o para darse cuenta de que era un esclavo de un mundo de abstracciones sin vida. Oliver también menciona que a diferencia del paciente de Luria -Zazetsky-, quien había perdido las capacidades del pensamiento abstracto y luchaba como un condenado por recuperar las capacidades perdidas, el Doctor P. no luchaba en absoluto, parecía no tener la más mínima conciencia de aquello que había perdido.
El Doctor P. de acuerdo con Oliver, era igual que una computadora que podía identificar el mundo a partir de rasgos distintos y relaciones esquemáticas, sin poder experimentar la realidad en absoluto (p. 34). Como ya se ha mencionado, el Doctor P. había perdido la capacidad de lo concreto, de establecer las relaciones para construir lo real, el mundo donde hay rostros concretos y no ojos, orejas, cabellos y bigotes que tienen que organizarse como un puzzle para descubrir a quién tenemos al frente. Sin duda, el hecho de que el Doctor P. haya confundido a su mujer con un sombrero al salir de consulta, al mejor estilo de Mr. Magoo, hacía de este sujeto un caso supremamente interesante para comprender que era posible quedar atrapado en un mundo abstracto, y no sólo reducido a un mundo concreto después de una lesión cerebral. No obstante, huelga decir que más allá de tal fenomenología surrealista, el Doctor P. tiene una gran relevancia en el texto debido a que es el primer caso que utiliza Oliver para iniciar su libro e introducir los síndromes del hemisferio derecho del cerebro, la mitad de la luna de la que no se tenía mucho conocimiento en ese momento, puesto que los trabajos que tenían mayor atención a la fecha (1985 cuando se publicó por primera vez el libro) en el campo de la neurología y la neuropsicología pertenecían a los déficits producto de las lesiones del hemisferio cerebral izquierdo, el hemisferio cerebral del lenguaje, que era considerado más importante.
El lector podrá evidenciar, que tanto el Doctor P. como el hombre que se cayó de la cama y la señora S. quienes también perdieron la mitad izquierda de su mundo externo (heminegligencia visuoespacial izquierda), son los casos que Oliver utiliza a lo largo del texto para evidenciar la importancia de un hemisferio derecho del cerebro que parecía irrelevante, pero que sin duda juega un papel esencial en la construcción de nuestro mundo externo e interno. Así mismo, desde la riqueza fenomenológica de Christina -La dama desencarnada-, Madelane -Manos-, el Señor McGregor -A nivel- y los casos expuestos en el capítulo “Fantasmas”, Oliver logra exponer cómo la conciencia de nuestro cuerpo, incluso nuestro sí mismo puede verse amputado, y cómo una mente que al perder de vista al cuerpo y dejar de poseerlo -pérdida de la propiocepción- puede perder la riqueza de sus emociones y sentimientos, alterando todo su accionar en el mundo y terminar convertida en un fantasma en la máquina.
A lo largo del libro, Oliver muestra con gran experticia que la mente no es una cosa inmaterial, una cosa que sólo piensa, sino una mente corporizada que necesitaba de una neurología más amplia, que la de aquella época, para comprender su funcionamiento cuando se estropeaba una variable o una constante en la ecuación de las funciones del cerebro, pero ante todo para establecer un puente entre lo que se puede aprender de los pacientes y lo que la ciencia del cerebro nos dice sobre ellos.
Por otra parte, Oliver resalta que la función también puede verse alterada no sólo por la pérdida, sino también por el exceso donde la patología ya no quita, sino que por el contrario agrega sin medida. Esto lo expone el autor, en la segunda parte del libro “Excesos” donde considera los síntomas “positivos” de la enfermedad, pasando de una “Neurología de la función a una neurología de la acción, de la vida” (p.123); una neurología de lo peligrosamente bueno, no de la amnesia, la abulia, la rigidez, sino de la hipermnesia, la manía, el movimiento caótico, donde el trastorno aparece de forma extravagante produciendo cierta alienación del sujeto que la padece y corre el riesgo de terminar identificándose con ella y pensando que es sólo eso, tal como señalaba Ray ( Paciente con Tourette): “<<sólo soy tics, no hay nada más>>” (p. 126).
Ciertamente, no es posible describir en unas cuantas cuartillas el magnífico trabajo de Oliver Sacks con cada uno de los casos, ni exponer todas las reflexiones que suscita a partir de las funciones que se pierden, ni de las funciones que se potencializan más allá de lo normal y se transforman en verdaderas monstruosidades que resultan amenazantes, y mucho menos las ideas que sobrevienen del mundo de los simples (un grupo de sujetos con discapacidad cognitiva) con capacidades extraordinarias respecto a la integración de la funciones del cerebro y su desintegración en las pruebas neurológicas y psicológicas. Sólo cabe decir, que el libro El Hombre que confundió a su mujer con un sombrero, no es una antología de historias surrealistas producto del azar y la mala fortuna de algunos sujetos con enfermedades cerebrales. Realmente, cada historia es un argumento, cada experiencia una premisa, cada manera de sobrevivir la enfermedad una razón para apoyar una forma diferente de pensar la neurología clínica y la neuropsicología, con el fin de comprender de una manera más amplia la relación entre el cerebro, las funciones sensoriales, motoras, cognitivas y hasta la propia conciencia.
En suma, el texto de Oliver es un legado que después de treinta y cuatro años sigue siendo una herramienta útil para pensar la mente de una manera que no la podríamos hacer en otro escenario, y que a la vez sigue señalando esa brecha que aún no se supera entre el diagnóstico -la enfermedad objetiva y en tercera persona- y la experiencia de aquel que la padece. Un clásico que no debe estar condenado a ser conocido por muchos y leído por unos pocos, El hombre que confundió a su mujer con un sombrero es un libro que todo profesional de neurología, neuropsicología y neurociencias cognitivas debería leer con la seriedad que amerita el estudio del cerebro en acción fuera del laboratorio, ahí donde se existe, en la vida cotidiana.