REVISTA DE PSICOLOGIA -GEPU-
ISSN 2145-6569
IBSN 2145-6569-0-7

   
 
  Lo Ideológico en la Psicología Social y en la Guerra en Colombia

LO IDEOLÓGICO EN LA PSICOLOGÍA SOCIAL Y EN LA GUERRA EN COLOMBIA  

 Néstor Raúl Porras Velásquez 
 
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Néstor Raúl Porras Velásquez es Psicólogo de la Universidad Nacional de Colombia. Actualmente es Director Nacional de Psicología de la Universidad Antonio Nariño. Correos de contacto: n.porras.69@hotmail.com / directornacional.psicologia@uan.edu.co    

   

Recibido: 14 de Noviembre de 2011
Aprobado: 25 de Noviembre de 2011

Referencia Recomendada: Porras-Velásquez, N. R. (2011). Lo ideológico en la psicología social y en la guerra en Colombia. Revista de Psicología GEPU, 2 (2), 138 - 157.     
 

Resumen: El objetivo de este trabajo es hacer una reflexión crítica sobre el nexo ideológico que une a la psicología social con la guerra en Colombia. Dicho análisis se hace a partir del reconocimiento de la guerra psicológica como mecanismo de control y dominación de la subjetividad. Además, se asume que esta estrategia es la que caracteriza la ideología, como fantasía o ilusión social, al proporcionar una visión totalizante de la realidad social, lo que genera una serie de consecuencias prácticas como la intolerancia, cuando no se admite la existencia de puntos de vista diferentes al propio, que no necesitan justificarse y que no admite la critica. Esta forma de hacer política imaginando enemigos apunta a borrar las diferencias y a eliminar al adversario. En conclusión la guerra y la psicología social se sostienen y comparten un mismo elemento para su estudio: lo ideológico.

Palabras Claves: Psicología Social, Guerra, Ideología, Política, Subjetividad.  

 

Introducción 


 

Como señala Zuleta (1991) refiriéndose a la guerra como borrachera colectiva: “pienso que lo más urgente cuando se trata de combatir la guerra es no hacerse ilusiones sobre el carácter y las posibilidades de este combate” (p. 3). Y  sobretodo, enfatiza Zuleta no oponerle a la guerra un reino del amor y la abundancia, o un reino  de la igualdad y la homogeneidad  ya que la idealización del conjunto social a nombre de Dios, de la razón o de cualquier cosa conduce siempre al terror. En consecuencia, según Zuleta, para combatir la guerra con una posibilidad remota, pero real de éxito, es necesario comenzar por reconocer que el conflicto es un fenómeno constitutivo del vínculo social.


Desde la perspectiva del encargo social de la psicología en general y de la psicología social en particular, Braunstein (1978) comienza planteando que: 


La psicología opera como un aparato ideológico de todos los aparatos del Estado (ideológicos, represivos y técnicos) y el encargo social que debe cumplir consiste en evitar que, en ellos, sea necesario recurrir a la violencia física de los aparatos represivos (p.361). 


En consecuencia, para este autor, la psicología, contribuye a ocultar y deformar la relación existente entre los sujetos ideológicos y los procesos sociales de los cuales son ellos mismos los soportes e indirectamente, a mantener el orden social imperante. 


Ahora, frente a las demandas que se le hacen a la psicología social para que dé respuestas oportunas, relevantes, significativas y de alto impacto a las problemáticas psicosociales de países como el nuestro, es necesario reflexionar y establecer criterios mínimos para no terminar dando respuesta a cualquier  exigencia que se nos plantee como psicólogos. Ya que podemos terminar simplemente confirmando lo que ha venido denunciado Braunstein, cuando señala que la psicología académica ofrece instrumentos técnicos y racionalizaciones ideológicas como respuesta a una demanda social. En este contexto, es oportuno reflexionar sobre el compromiso de las ciencias sociales, particularmente el caso de la psicología social, con la problemática de la guerra interna y sus efectos en la subjetividad de la población colombiana.


Para comenzar, el documento presenta los planteamientos acerca de la psicología social y su relación con la ideología como su objeto de estudio. Luego se hace una exposición detallada sobre el fenómeno de la ideología desde diferentes perspectivas. Finalmente se presentan los planteamientos sobre la guerra y se analiza la relación entre la guerra y la política en Colombia.


Sobre el Objeto de la Psicología Social


Para la psicología social el individuo se convierte en un sujeto de estudio cuando este queda sujetado a la manera de ver y hacer ciencia social. En tal sentido, no es fácil dar una respuesta a la pregunta sobre qué es la psicología social y cuál es su objeto de estudio especifico, que deje plenamente satisfechos a todos los investigadores de las ciencias sociales. No obstante, existen propuestas alternativas al respecto.

 

Inicialmente, se define la psicología social como la disciplina que vale de métodos científicos para “entender y explicar la influencia que la presencia real forma en que el pensamiento, sentimiento y comportamiento de los individuos son influidos por la presencia real, imaginada o implícita de los otros” (Allport, 1985; p.3). 


Por su parte, Franzoi (2007) sostiene, entre otras cosas, que al definir la psicología social es necesario señalar que el principal objeto de estudio de esta disciplina, es la interpretación que la persona hace de la realidad social.


Desde una postura sociocontruccionista, Ibáñez (2004) plantea que la psicología social es “una disciplina que pone el énfasis en la determinación y constitución social de los fenómenos psicológicos” (p.51). En tal sentido, asume que los fenómenos sociales son una realidad histórica; es decir, cambiante. En consecuencia, el conocimiento producido sobre esta realidad es histórico y provisional. Por lo que insiste en la necesidad de tener prudencia a la hora de conceder a los conocimientos instituidos el carácter de verdades definitivas. A manera de síntesis, desde la perspectiva de Ibáñez se puede decir que la psicología social es la disciplina que estudia cómo los fenómenos psicológicos están determinados y configurados por procesos sociales y culturales.


La psicología social, desde una perspectiva más tradicional es considerada  simplemente como una sub-disciplina o área de la psicología general. Sin embargo, frente a esta propuesta, actualmente, la psicología social se define, más que en torno a cierto objeto de estudio (los fenómenos psicológicos asociados a las relaciones con otros), como una perspectiva, como una forma de concebir los procesos sociales que asume que las dimensiones individuales y colectivas de estos fenómenos no solamente son difícilmente separables sino que son constitutivas de lo social.


En una perspectiva más crítica, Martín-Baró (1987) sostiene que la psicología social estudia al comportamiento humano en la medida en que es significado y valorado, y en esta significación y valoración vincula a la persona con una sociedad concreta. En otras palabras, la psicología social examina ese momento  en que lo social se convierte en lo personal y lo personal en lo social, ya sea que ese momento tenga carácter individual o grupal, es decir, que la acción corresponda a un individuo o a todo un grupo.


En síntesis, se puede afirmar por ahora que la psicología social, lejos de configurar un campo de estudio unificado, muestra a través de su historia, una gran diversidad de perspectivas teóricas y metodológicas que pretenden dar cuenta de la relación entre la psique y la sociedad. De tal manera que no es fácil definir  el campo de la psicología social y mucho menos su objeto de estudio. 


Para los propósitos de este trabajo tendremos en cuenta dos propuestas que intentan definir la psicología social como la ciencia de los fenómenos de la ideología. La primera de estas es la de Moscovici (1994) quien inicialmente postula que la psicología social es “la ciencia del conflicto entre el individuo y la sociedad” (p.3). Sin embargo, este autor, más adelante señala que el objeto central y exclusivo de la psicología social son todos los fenómenos relacionados con la ideología y la comunicación, ordenados según su génesis, su estructura y su función. Según Moscovici, los fenómenos de la ideología, son sistemas de representaciones y actitudes. A estos se refieren todos los fenómenos de prejuicios, de estereotipos, de creencias, etc. Cuyo rasgo común es que expresan una representación social que individuos y grupos construyen colectivamente a través de la interacción cotidiana para actuar y comunicarse. Dichas representaciones dan forma a la realidad social.

 

Por su parte, Martín-Baró (1987) propone definir la psicología social como: “el estudio científico de la acción en cuanto ideológica” (p. 23). Este autor, entiende la interacción social como el intercambio de signos, símbolos, emociones, sentimientos, cogniciones, que se asumen desde una perspectiva dialéctica para superar la perspectiva sociologista o psicologista. De esta manera, asegura Martín-Baró, al decir ideológica, estamos expresando la misma idea de influjo  o relación interpersonal, del juego de lo personal y lo social: pero estamos afirmando también que la acción es una síntesis de objetividad y subjetividad, de conocimiento y valoración, no necesariamente consciente. En pocas palabras,  la acción esta signada por unos contenidos valorados y referidos históricamente a una estructura social.  



Una Aproximación a las Ideologías y a lo Ideológico 


En el contexto tanto histórico como de las relaciones de poder entre los grupos humanos es necesario destacar el componente ideológico. Ahora bien, para entender lo que son las ideologías, sus componentes y su impacto en las relaciones sociales  recurriremos a varios autores. 


Inicialmente, Ibáñez (1996) plantea que: “la noción de ideología concita una multitud de puntos de vista contrapuestos” (p.307). Por lo tanto, la ideología es una noción polémica y polisémica, a la vez. Para este autor, la psicología social contemporánea ha dado la espalda a este concepto. Señala que el termino “ideología” aparece algunas veces en los texto psicosociales, pero sin mayores desarrollos y casi por casualidad, aunque los temas tratados parezcan tener una relación directa con los fenómenos ideológicos. En última instancia: 


La ideología remite por una parte a las creencias, a las convicciones, a la forma de ver las cosas, y por otra parte también remite a algo que tiene poco fundamento y poca conexión con la realidad o con la practica (Ibáñez, 1996, p.309).


Desde una perspectiva más sociolingüística, Van Dijk (2003) afirma que las ideologías son: “los sistemas básicos de la cognición social, conformados por representaciones mentales compartidas y especificas a un grupo, las cuales se inscriben dentro de las creencias generales (conocimientos, opiniones, valores, criterios de verdad, etc.) de sociedades enteras o culturas” (p.92). Para este autor, en la cognición social la principal función de la ideología es la de organizar las representaciones mentales. Esto quiere decir que, los modelos mentales son el elemento que vincula lo social con lo personal y los elementos cognitivos con las prácticas sociales. En consecuencia, el modelo mental es el sistema de percepción y representación subjetivo y particular de cada individuo acerca de las realidades  que lo rodean.

 

Para Franzoi (2007) los valores y las creencias de cualquier cultura están subsumidos bajo una construcción social más grande llamada ideología. Según Franzoi, “una ideología es un conjunto de creencias y valores sostenidos por  los miembros de un grupo social, el cual explica su cultura tanto para si mismos como para otros grupos” (p.15). Estas creencias y valores producen una realidad psicológica que promueve una forma de vida particular dentro de la cultura. En otras palabras, una ideología es la teoría que tiene un grupo social sobre sí mismo. Por tanto, del mismo modo en que tenemos una teoría sobre nosotros mismos, que llamamos autoconcepto y que guía nuestro comportamiento; así también una sociedad tiene su autoconcepto que llamamos ideología.

A manera de síntesis parcial se puede decir que la psicología social focaliza su mirada en la interpretación que las personas hacen de las situaciones sociales, y reconoce que las explicaciones sobre las formas de interpretación de la realidad social son muy complejas y desafiantes para su estudio. 


Para Martín-Baró (1987) en términos muy generales, hay dos concepciones fundamentales sobre la ideología: una de tipo funcionalista y otra de tipo marxista. 


La primera, la concepción funcionalista, entiende la ideología como un conjunto coherente de ideas y valores que orienta y dirige la acción de una determinada sociedad y, por tanto, que cumple una función normativa respecto a la acción de los miembros de esa sociedad. La segunda, la concepción marxista (que tiene sus raíces en Maquiavelo y Hegel) entiende la ideología como una falsa consciencia en la que se presenta una imagen que no corresponde a la realidad, a la que encubre y justifica  a partir de los intereses de la clase social dominante.


Althusser (1973) desde la corriente del estructuralismo marxista, concibe  la ideología como un sistema o estructura que se impone y actúa a través de los individuos, pero sin que los individuos configuren a su vez esa ideología. Se trata de una totalidad actuante pero sin sujeto propiamente dicho ya que, en la ideología así entendida, el sujeto actúa en la medida en que es actuado. Los hombres viven sus acciones, referidas comúnmente por la tradición clásica a la libertad y a la “conciencia”, en la ideología, a través de y por la ideología. En una palabra, que la relación “vivida” de los hombres con el mundo, comprendida en ella la historia (en la acción o inacción política), pasa por la ideología, más aun, es “la ideología misma” (p.93).


Lo interesante  de este enfoque es que, así concebida, la ideología no es algo externo o añadido a la acción (individual o grupal). La ideología es un elemento esencial de la acción humana ya que la acción  se constituye por referencia a una realidad significada y ese significado esta dado por unos intereses sociales determinados. La ideología puede ser así vista desde la totalidad de los intereses sociales que la generan, pero también en cuanto dota de sentido a la acción personal y, por consiguiente, en cuanto esquemas cognoscitivos y valorativos de las personas mismas. Por esta razón Althusser, afirma que toda formación social puede ser analíticamente dividida en tres niveles articulados orgánicamente entre sí: el nivel económico, el político y el ideológico. Cada uno de estos niveles es visto como una estructura dotada de materialidad concreta, independiente de la subjetividad de los individuos que participan en ella y de sus configuraciones históricas.

De acuerdo con Castro-Gómez (2000) estos tres niveles de los que habla Althusser, no son “reales” porque su estatuto no es ontológico sino teórico. Es decir, tienen el carácter de “construcciones teóricas” que sirven para conceptualizar, a nivel abstracto, los diferentes tipos de relación que entablan los individuos en todas las sociedades históricas. De esta forma, mientras en el nivel económico los individuos son parte de una estructura que les coloca en relaciones de producción, en el nivel político participan de una estructura que los pone en relaciones de clase. En el nivel ideológico, en cambio, los individuos entablan una relación simbólica en la medida en que participan, voluntaria o involuntariamente, de un conjunto de representaciones sobre el mundo, la naturaleza y el orden social. El nivel ideológico establece así una relación hermenéutica entre los individuos, en tanto que las representaciones a las que estos se adhieren sirven para otorgar sentido a todas sus prácticas económicas, políticas y sociales.


Según Castro-Gómez para la propuesta marxista, las ideologías son, entonces, fantasmas cerebrales, ilusiones de épocas, visiones quiméricas del mundo que ocultan a la conciencia de los hombres la causa verdadera de su miseria terrenal. En este sentido, su función práctica no es generar verdades, sino “efectos de verdad”. Por esto se puede afirmar que los hombres no “conocen” su ideología sino que la “viven”. En efecto, las ideologías son capaces de dotar a los hombres de normas, principios y formas de conducta, pero no de conocimientos sobre la realidad. De tal manera que la ideología no nos dice qué son las cosas sino cómo posicionarnos frente a ellas. Sintetizando podríamos decir que, las ideologías no son el espacio donde se establece el juego del error y la verdad, sino el terreno de la lucha por el control de los significados.


En síntesis, se puede decir que lo que caracteriza a las ideologías, atendiendo a su función práctica, es que son estructuras asimiladas de una manera inconsciente por los hombres y reproducidas constantemente en la praxis cotidiana. Se puede decir entonces que las ideologías no tienen una función cognoscitiva sino una función práctico-social, y en este sentido son irremplazables. En este orden de ideas, un aparato ideológico es una estructura que funciona con independencia de la “conciencia” de los individuos vinculados a ella, y que puede configurar la subjetividad de esos individuos. 


Este planteamiento se acerca mucho al de Zizek (2008) respecto a que “la ideología funciona cuando es invisible” (p.123). Es decir, cuando hace parte de nosotros mismos, cuando se asume como algo natural. Para este autor, la función precisa de la ideología no es escapar de una realidad insoportable sino construir una realidad (simbólica, imaginaria) desde la que escapar de lo Real de nuestro deseo, que siempre es traumático. En consecuencia, afirma que la ideología es una fantasía social cuya parte manifiesta de la ideología es siempre una idealización, independientemente del tipo de relación de la que estemos hablando. Finalmente, desde esta perspectiva psicoanalítica, se dice entonces que la fantasía, no es un error sino una ilusión; ya que la fantasía, como dice Lacan, es una construcción de la realidad desde el deseo. Es decir, que la fantasía no es una forma de escapar a la realidad, sino por el contrario, una forma de posibilitarla.


La  Ideología Política como Sustento de la Guerra de Imágenes


En este punto partimos de la tesis propuesta por Martín-Baró (1987) en la que sostiene que: “la guerra psicológica es la heredera de la guerra sucia”. Ya que esta modalidad de guerra paralela permite lograr los mismos objetivos y produce consecuencias psicológicas similares en la población (como se menciono anteriormente), pero logra salvaguardar la imagen de la democracia formal, necesaria para  conservar el apoyo de la opinión (imagen) publica a quienes la ejercen. En última instancia, no se pretende decir que la guerra sucia  y  la guerra psicológica sean idénticas, sino que la guerra psicológica es la nueva modalidad de la guerra sucia. En consecuencia, la guerra psicológica pretende, ser la forma democratizada de lograr los mismos fines que la guerra sucia. Pero, ¿se trata realmente  de una forma democrática de hacer la guerra? Para dar respuesta a este interrogante es necesario revisar y reflexionar sobre los medios que se emplean en  este tipo de guerra.

 

Ante todo, hay que subrayar que la guerra psicológica es, al fin y al cabo, una manera de hacer la guerra. Por lo tanto,  la guerra sucia como toda guerra, busca la victoria sobre el enemigo por medio de la violencia simbólica. Por esto, hablar de “guerra  democrática” no deja de ser un contrasentido. La guerra psicológica persigue conquistar las mentes y los corazones de la población, de tal manera que descarte cualquier otra alternativa política. De tal forma que la guerra psicológica no pretende más que corromper la conciencia social del adversario (Martín-Baró, 1987). 


Para Martin-Baró, la guerra psicológica no se reduce al ámbito de la opinión pública, como pudiera creerse, o que sus métodos se circunscriben a campañas propagandísticas; la guerra psicológica pretende influir en la persona entera,  no solo en  sus creencias y puntos de vista,  para ello se vale de otros medios. Por eso, para crear el ambiente de inseguridad, se utiliza la represión aterrorizante: ejecuciones visibles de actos brutales que desencadenan el miedo y el pánico en la ciudadanía. La población se paraliza cuando se entera de los hechos. De igual manera, se utiliza la represión manipuladora para impedir el apoyo efectivo al enemigo. Es necesario que la población conserve una dosis de miedo, mediante una sistemática dosificación de amenaza y de estímulos, de premios y castigos, de actos de amedrantamiento y muestras de apoyo incondicionado.

 

El temor psicológico producido e imaginado (representado) por la población general, es el resultado de una combinación de estrategias de acción cívica por medio de las cuales sus ejecutores pretenden mostrarse como servidores de la población, tienen un trato comprensivo con las personas y ofrecen su colaboración en los diversos sectores sociales. Sin embargo, los ejecutores de la guerra psicológica pretenden dejar bien claro quienes mandan y quienes obedecer; la militarización de la vida cotidiana y de los principales espacios sociales, contribuyen a la omnipresencia del control y  la amenaza represiva. En síntesis, tanto la guerra sucia como la guerra psicológica constituyen formas de negar la realidad. En este ultimo caso, la propia realidad cotidiana es negada como tal y redefinida por la propaganda oficial. Los continuos partes oficiales se convierten en la “realidad”, por mas obvia que sea la distorsión de los hechos. 


Por su parte Althusser (1973) establece una diferencia clara entre los aparatos ideológicos represivos y los no represivos, mostrando que los primeros crean perfiles de subjetividad a través de la coacción, mientras que los segundos no necesitan de la violencia coactiva. Aquí, los individuos han internalizado de tal manera las reglas anónimas del aparato, que ya no experimentan su sujeción a ellas como una intromisión en su vida privada. Este autor,  menciona ocho tipos de instituciones que, a diferencia de los aparatos represivos, no “sujeta” a los individuos a través de prácticas violentas sino a través de prácticas ideológicas.


A Castro-Gómez (2000) le interesa en este momento analizar aquello que Althusser denomina los “aparatos de información” porque, como ya se dijo, en el capitalismo tardío la cultura medial se ha convertido en el lugar de las batallas ideológicas por el control de los imaginarios sociales. Por su radio de alcance y por su formato visual, los medios contribuyen en gran manera a delinear nuevas formas de subjetividad, estilo, visión del mundo y comportamiento. El mismo autor sostiene, más adelante, que la cultura medial es el aparato ideológico dominante hoy en día, reemplazando a la cultura letrada en su capacidad para servir de árbitro del gusto, los valores y el pensamiento. La ventaja de la cultura medial sobre los otros aparatos ideológicos radica, precisamente, en que sus dispositivos de sujeción son mucho menos coercitivos. Por lo tanto se puede decir que por ellos no circula un poder que vigila y castiga, sino un poder que seduce. 


Finalmente, siendo los medios la principal fuente generadora de ideologías en la sociedad contemporánea, su control se constituye en una clave fundamental para la consolidación del dominio político. En consecuencia, no podemos olvidar,  varias cosas. En primer lugar, que los medios producen y fortalecen “sistemas de creencias” a partir de los cuales unas cosas son visibles y otras no, unos comportamientos son inducidos y otros evitados, unas cosas son tenidas por naturales y verdaderas, mientras que otras son refutadas de artificiales y mentirosas. En segundo lugar, en este escenario es donde se pone en juego la capacidad de los medios de comunicación para  poner en marcha todos los mecanismos seductores de la imagen para lograr el consentimiento no coercitivo de  los consumidores. En tercer lugar, no podemos olvidar que la información es precisamente eso: in-formar, esto es, dar forma ideológica a una materia preexistente. 


El Concepto de Guerra


La guerra, de acuerdo con Posada (2001) es uno de esos conceptos en extremo complejos, difíciles de definir. Sin embargo, preguntar por los orígenes de la guerra lleva a indagar sobre el papel de la agresividad en la sociedad humana y sus diferentes formas de manifestación o expresión. Ahora bien, el hombre es el único ser en el mundo animal que ha desarrollado una capacidad ilimitada de destrucción sobre individuos de su misma especie. Por lo  tanto, podemos afirmar que la guerra es producto cultural. En este sentido, cuando el hombre construye  instrumentos (las armas) para ejercer la agresión sobre los otros, deja  de ser proceso natural (mecanismo de defensa), al tener motivaciones económicas y políticas. Es decir, que mientras la agresión se orienta más a la defensa instintiva del individuo, la guerra (como un modo particular de violencia)  se orienta más al control, a la dominación de los otros, al ejercicio del poder en su máxima expresión.


Veamos a continuación algunas definiciones.


Al revisar la literatura sobre el tema que nos ocupa, encontramos que son muchas las definiciones que existen de la guerra, por esta razón se hace necesario, un esfuerzo sistemático por caracterizar el tipo de guerra que vive hoy Colombia. En tal sentido, se presentan inicialmente algunas definiciones que sobre la guerra se han propuesto desde diferentes perspectivas.  


Fisas (1998) sostiene que la guerra es: 


Una forma determinada de regular los conflictos, caracterizada por hacerlo mediante el uso de la violencia a gran escala. La guerra es por tanto, una opción, pero no un recurso inevitable puesto que los conflictos podrían ser tratados mediante otros medios (p.238). 

Ahora bien, desde esta perspectiva pueden darse situaciones de conflicto sin violencia, pues como lo plantean Herrera, Pinilla e Infante (2001) no necesariamente el conflicto deriva en guerras o violencia. De la misma forma podemos hablar de situaciones de violencia social y de comportamientos  violentos que no necesariamente corresponden al fenómeno social de la guerra regular o irregular, civil o militar, etc. Por lo tanto, puede haber violencia sin guerra pero no guerra sin violencia.


La guerra para Bouthoul (1971) es una lucha armada y sangrienta entre agrupaciones organizadas. Es una forma de violencia que tiene como características esenciales el ser metódica y organizada respecto a los grupos que la hacen y a la forma como la dirigen; está limitada en el tiempo y en el espacio; es sometida a reglas particulares muy variables según lugares y épocas; y por definición es sangrienta, pues cuando no compromete la destrucción de vidas humanas es un conflicto o un intercambio de amenazas. Para este autor, la guerra, no es un simple instrumento, es un "fin en sí", que se disfraza de medio, un  fenómeno que arrastra a los pueblos.  


En este sentido, como afirma Castro (1999)  en la guerra, como en el mito, hay un acto colectivo; acto que se fragua en el encuentro sostenido de muchos. Más aún, puede decirse que el colectivo es esencial a la guerra. De esta manera, es preciso recordar que es en lo colectivo donde la violencia pierde su arbitrariedad para instalarse como derecho, como forma colectiva de ejercicio de la violencia. 


La guerra, desde la perspectiva del psicoanálisis, como fenómeno social, según Castro (1999) permite reconocer que toda relación imaginaria, especular, es una relación de guerra, lucha a muerte por puro prestigio, rivalidad absoluta y mortífera que intenta satisfacerse en el borramiento del otro. Ya que permite imponer silencio y sumisión. De acuerdo con Castro, la perspectiva psicoanalítica nos permite reconocer que el placer de agredir o destruir se entrelaza con otros, eróticos e ideales, facilitando su satisfacción. En este orden de ideas, la guerra es la exacerbación de las pasiones y, por lo mismo, permite dar expresión a sentimientos intensos y extremos. De tal manera que, no hay guerra "buena", todas son crueles y encarnizadas. Por tanto, toda guerra es entonces una "guerra de posiciones", en el sentido del posicionamiento subjetivo que como tal compromete el deseo y el goce. En consecuencia, la guerra es una de las relaciones humanas, donde se ponen en juego los imperativos sociales del vínculo humano, en  unión con sus ideales. 


Clausewitz (1992) define la guerra como una forma de relación humana donde aparece la intención de doblegar, de someter a otro. Según él, la esencia de la guerra es el duelo, el combate. Se trata, en definitiva,  de un acto de fuerza para obligar al adversario al cumplimiento de nuestra voluntad. Además, este autor, plantea,  que la guerra entre naciones surge siempre de una circunstancia y  un motivo político. Por lo tanto, la guerra es un acto político. La guerra es un verdadero instrumento político. La guerra es la continuación de la actividad  política por otros medios, por esta razón la guerra es un medio (un modo, una manera de hacer política) y no un fin en si misma. En pocas palabras, la política hace de todos los elementos poderosos de la guerra un mero instrumento, y esta expresión pone en evidencia lo que él considera el único elemento racional de la guerra. 


Desde la perspectiva de la estrategia y la táctica, Sun Tzu (1999) afirma que la guerra es “el arte del engaño”. En su célebre obra: “El arte de la guerra”, asegura que la guerra había que ganarla antes de declararla o de que existiera en sí misma. En este sentido, pretendía establecer que el estratega virtuoso debía basar todas sus decisiones militares, buscando primeramente distraer la atención del enemigo en los elementos más sobresalientes de su posición, y de no tenerlos, inventarlos. Este aspecto corresponde y se identifica plenamente, como se expuso anteriormente, con las estrategias de la guerra sucia o guerra psicológica. 


Desde otra perspectiva, Parra y Urrego (2003) plantean que la guerra como instrumento del capitalismo ha tomado un lugar importante en la historia de los dos últimos siglos. En este sentido, la violencia surge por la acumulación de capital y por el necesario control de los mercados y materias primas. De acuerdo con los autores, este es el escenario al que nos enfrentamos: la guerra y el capitalismo. En consecuencia, la guerra se da por la solución de las crisis económicas o por la consolidación del poder político, militar y económico. En otras  palabras,  la guerra es inherente al capitalismo y el escenario propicio para su desarrollo es la nación. No olvidemos que la formación de las naciones se hizo con guerras. De tal manera que las hoy naciones desarrolladas no escaparon al horror de la violencia en su constitución. 


Finalmente, y como se puede apreciar de lo expuesto anteriormente, lo que caracteriza la guerra desde el punto de vista de la psicología social de acuerdo con Martín-Baró (1990) son el uso extremo de la violencia (es decir un orden social violento), la polarización social (entendida como el desplazamiento que hacen los sujetos individuales y colectivos hacia formas de sentir, pensar y  actuar extremos o excesivos), y la mentira como dispositivo social (que va desde la corrupción de las instituciones hasta el engaño intencional del  discurso publico, pasando por la mentira recelosa y paranoide con la  que la mayoría de las personas tiende  a encubrir sus opiniones y verdaderas opciones de vida).  

Otros autores como Moreno, De la Corte y Sabucedo (2004) plantean que hay dos claves psicosociales para definir la guerra.  Estas son: la caracterización de los miembros del grupo con el que se esta en conflicto como “enemigos”, y  el carácter “institucionalizado” que  identifica el comportamiento de quienes participan activamente en la confrontación bélica,  como aquellos que actúan como espectadores y  que  perciben e interpretan el fenómeno de la guerra.


No obstante, en algunas ocasiones, se hace necesario una distinción entre conflictos armados y guerras. De acuerdo con este punto de vista, un conflicto sólo sería una guerra si los beligerantes han hecho una declaración formal de la misma. Los autores que plantean esta distinción se enfocan  en la perspectiva de la guerra convencional y no en la guerra irregular, que según Rangel (1998) es la que caracteriza más adecuadamente la confrontación armada en Colombia. El mismo autor sostiene que el conflicto armado con las guerrillas en Colombia tiene que plantearse de manera consecuente como un problema político y asumir todas las consecuencias de este planteamiento. Esto significa reconocer que en la base de su dinámica hay una disputa de poder que esta condicionada a las leyes propias de los enfrentamientos políticos y poco tiene que ver con la buena voluntad de los individuos.  


Sin embargo, autores más radicales en sus posturas, como Acosta (2002)  afirman que, todo acto de silenciar la política es un acto de  guerra. Y que esta guerra que hoy vivimos es terrorismo generalizado, del poder, del Estado, de los medios. Por lo tanto, lo importante, inicialmente, no es el nombre que le asignemos a dicha situación sino sus efectos sociopolíticos y económicos en la configuración de la  subjetividad los colombianos.


Guerra y Política en Colombia


El análisis de la relación entre la guerra y la política en Colombia se hace a partir de reconocer  que las  practicas colectivas en que las personas participan le den sentido a sus acciones y a sus pensamientos, en un contexto histórico determinado. En tal sentido, para Sánchez (1991) guerra y política, orden y violencia, violencia y democracia, y en el límite, vida y muerte, son algunas de las múltiples oposiciones y complementariedades a partir de las cuales se hace descifrable la historia colombiana. Ahora bien, la coexistencia la guerra con la política y con la no resolución de los conflictos sociales se asume en la cotidianidad colombiana como si formaran  parte de una cierta disposición natural de las cosas. Según este autor, guerra y política son prácticas colectivas simétricas e indisociables en el siglo XIX. En efecto, la memoria política  del XIX en Colombia se constituye sobre la base de una doble referencia: la primera, la historia nacional  aparece como una historia de guerras y batallas (guerras y batallas de independencia, por supuesto). La segunda, la guerra se comporta como fundadora del derecho, del orden jurídico-político, de una nueva institucionalidad, y no como fuente de anarquía. De tal manera que, según el autor en mención, la guerra en Colombia durante el siglo XIX no es negación o sustituto, sino prolongación de las relaciones políticas. La guerra, podría decirse, es el camino más corto para llegar a la política.

 

Desde otro ángulo, se puede apreciar que la violencia en Colombia ha adquirido tal preeminencia, que como sostiene Restrepo (1995) se ha convertido en una estructura de comportamiento y en una estrategia de socialización. En los conflictos cotidianos y en la confrontación de las estructuras de poder se sigue dando primacía a las soluciones armadas; y mientras las puertas que podrían considerarse como normales permanecen bloqueadas, aquella se constituye en muchos aspectos en un singular canal de acceso a la ciudadanía. Pero si las armas aparecen como el lenguaje duro de la política, y las guerras como el modo privilegiado de hacer política, la política no puede ser pensada sino como campo de batalla. Donde la representación de la diferencia se asume como discordia que me distancia radicalmente del otro, asumido simultáneamente como enemigo y adversario peligroso.


Desde la perspectiva histórica y desde el punto de vista de los resultados, estas guerras son guerras inconclusas: no hay en ellas verdaderos vencedores ni vencidos. De acuerdo con Sánchez (1991) el final de estas guerras dice mucho sobre su carácter. ¿Cómo terminaban ellas? se pregunta  el autor.  “Después de tanto pelear para terminar conversado”. Es decir, haciendo política. La perspectiva de toda guerra, casi podría decirse  que el “inconsciente” de toda guerra, no era la victoria final sino el pacto, el armisticio. La guerra era, si se quiere, el mecanismo profundo de constitución del otro (individuo, colectividad, partido) como interlocutor político. La guerra es el escenario donde se reafirman los principios, la diferencia, en tanto que la política es el arte de transar, negociar. En el siglo XIX (y quién sabe si se puede hablar solo en pasado) había indudablemente una enorme continuidad y fluidez entre la guerra y la política. Nunca pudo ser más cierta la expresión de Clausewitz en el sentido de que “la guerra es la continuación de la política por otros medios”;  pero a la inversa y con igual validez podía afirmarse que “la política era la continuación de la guerra por otros medios”.  Salir de una guerra para la preparación de la siguiente era tan normal como prepararse para la próxima  contienda electoral. 


En esta  posición, “la política es la continuación de la guerra por otros medios”, en palabras de Fortanet (2009) se pone en evidencia que la violencia de la guerra sería traducida, silenciosamente, en violencia social, en violencia de la paz y la política; en tanto continuación de la guerra por otros medios, mantendría, silenciosamente, la violencia de la guerra encarnada ahora en la paz social. La paz, pues, nos sería dada como una suerte de guerra silenciosa. De tal modo que, a la hora de escribir la historia, aunque sea la historia de la misma paz o de la sociedad, no podríamos hacer otra cosa que escribir la historia de la guerra, de los enfrentamientos, los desplazamientos, las victorias y derrotas. La historia, pues, no sería otra cosa que his¬toria de los vencidos, y la política, pese a ser la única alternativa a la guerra, no dejaría de ser, en el límite, otro modo de ejercerla, un modo de defender la victoria de los vencedores y reproducir la derrota de los vencidos. 


De la misma manera, tanto para Parra y Urrego (2003) como para Sánchez (1991) “la guerra no era considerada como una perversión de la política sino como su instrumento más eficaz” (p.24). En tal sentido, uno podría pensar  que  en aquella época también era cierto que la verdadera oposición era: “oposición armada”. Tomar las armas era un acto que  entonces no tenía nada de revolucionario ni de heroico. Era simplemente engancharse (por decisión propia o por presiones insuperables) a esa actividad cíclica que era la guerra. En consecuencia, el autor nos habla de la militarización de la política y la bandolerización de la guerra. En  tal sentido, la guerra y todos los valores asociados a las armas se fueron imponiendo sobre las relaciones políticas hasta convertirse lisa y llanamente en su sustituto. Por estas razones, desde la propuesta de Clausewitz quedaron claramente establecidas las relaciones orgánicas entre la guerra y la política, en el sentido de que la guerra no es sino una parte de las relaciones políticas y la política es la matriz dentro de la cual se desarrolla la guerra.


Ahora bien, si la guerra se despliega como una estrategia de exclusión, de supresión (eliminación) política. Desde las guerras civiles del siglo XIX, relativamente inocuas en comparación con las del siglo XX, hasta las trágicas contiendas armadas de la actualidad, envilecidas por sus tácticas y métodos de lucha. En algunas ocasiones, la guerra se ha subordinado a la política; en otras – las más -, la política se ha subordinado a la guerra; pero en todas, sin embargo, guerra y política han jalonado la historia de Colombia como no ha ocurrido con la de ninguna otra nación de América Latina. Por esta razón, aún hoy en Colombia, una persona armada goza de mayor prestigio y respeto social que un ciudadano desarmado.


De otra parte Pécaut (2001), plantea que situaciones relacionadas con el desplazamiento, las masacres colectivas, los secuestros, los combates permanentes, las negociaciones en medio de la guerra con las guerrillas, las normas instauradas por la guerrilla en las antiguas zonas de despeje y en los territorios bajo su influencia, la polarización de la sociedad civil, han sido vividas por casi todos los colombianos: cada quién,  afirman los autores reseñados, tiene una historia-experiencia diferente, unos más directa, otros más intensa, para algunos pocos tangencial. No obstante,  en todos los casos la experiencia ha sido profundamente significativa, llegando a erosionar las antiguas representaciones sobre las posibilidades de proyectos personales, sobre el presente y el futuro, sobre la estabilidad, situando en su lugar la incertidumbre, la sensación de desarraigo, y el cuestionamiento de las identidades sociales e individuales.


De lo expuesto anteriormente, puede decirse que la configuración de la cultura política colombiana ha estado marcada por el autoritarismo, la violencia y la guerra como recursos más usuales para hacer  política (Sánchez 1991). 


Por su parte, para Pécaut (2001): 


El hecho de que cincuenta años después muchos colombianos consideren que la violencia actual es la continuación de la Violencia (de los años cincuenta) muestra que, tanto en las representaciones como en ciertas consecuencias concretas, tales catástrofes no se solucionan con meros acuerdos políticos (p.307). 


Sin embargo, como plantea Vargas (1994) la violencia es un proceso estructurador importante y, a veces, decisivo en la historia colombiana. Esto puede hacer parecer que el país haya tenido un pasado particularmente violento. Sin embargo, una historia violenta es común a la humanidad en su conjunto. Una de las principales características de la violencia es su universalidad en los procesos estructuradores de las sociedades humanas. Aun así, este no es el punto fundamental: más importante es el hecho de que los seres humanos son pacíficos bajo determinadas circunstancias estructurales, y son violentos bajo otras.

 

En consecuencia, Restrepo (1995) asegura que: “convertida en una estructura de comportamiento, la guerra se anida durante años en el psiquismo de grupos e individuos que, sin darse cuenta, siguen reproduciendo pautas violentas de relación en sus conflictos cotidianos” (p. 61).


Finalmente, la guerra en Colombia es, en pocas palabras, una compleja construcción histórico-social de mundos de sentido y significaciones, que nos hacen ver, sentir, entender y actuar de unas formas particulares. En palabras de Martín-Baró (1990) la guerra sucia no se dirige fundamentalmente a aquellos que se levantan en armas contra un régimen político establecido, se orienta contra todos los sectores que pueden constituir una base de apoyo material o intelectual, real o potencial de los enemigos. La guerra psicológica pretende tres objetivos fundamentales: 1) desarticular las organizaciones populares simpatizantes  del enemigo. 2) debilitar las bases de apoyo en los sectores de la población. 3) Eliminar la oposición política. En última instancia, la guerra psicológica no se propone conseguir adeptos políticos como un objetivo en sí mismo, sino como un medio para impedir que apoyen al enemigo. Desde el punto de vista psicosocial, el recurso principal para eliminar el apoyo al enemigo, es generar un sentimiento de inseguridad permanente, que corresponde a un ambiente social, creado intencionalmente por las personas que ejercen el poder. 


Como se puede apreciar la guerra que actualmente se desarrolla en Colombia se caracteriza por ser una combinación de muchas formas de lucha que incluyen no solo la guerra militar en el campo de batalla sino también una guerra sucia y una nueva modalidad de aquella: la guerra psicológica. Este es, a mi parecer, el escenario complejo de guerra en que nos encontramos. Nuestra tarea como psicólogos consiste en asumir el reto de enfrentar esta realidad con actitud crítica permanente y evaluar rigurosamente los aspectos ideológicos en que se sostienen todas las prácticas sociales que, como la guerra, procuran con diversas estrategias su legitimación moral  y/o política.


Conclusiones


En primer lugar, en muy pocas ocasiones, la psicología social trata de profundizar en el análisis ideológico de las acciones humanas, en contextos socio-históricos concretos, en el sentido de examinar los procesos de justificación y legitimación cognoscitiva de esa realidad (la guerra en Colombia). Por tanto, es necesario y urgente que los psicólogos, reconozcamos la función ideológica en la determinación del comportamiento humano, ya que esto nos permite comprender la necesidad de ubicar o re-ubicar cada proceso psicológico en la totalidad de los procesos sociales, desbordando la mera comprensión de los mecanismos parciales de la que está llena la actual psicología social.


En segundo lugar, la ideología lejos de constituir un sistema cerrado, coherente y unívoco que determina mecánicamente las interpretaciones de la realidad: es un sistema abierto, borroso y contradictorio que permite una gama amplia de interpretaciones y que se relaciona con las inserciones sociales de los sujetos pero sin dejarse determinar por éstas. En este sentido, la ideología remite al sujeto la responsabilidad de construir activamente su versión y/o visión” de los acontecimientos, dándole sentido a la realidad social que vive.


En tercer lugar, en Colombia, la guerra no es percibida como una perversión de la política y por lo tanto, para algunos grupos es legítimo hacer de la guerra un instrumento político. Sin embargo, para otros grupos también les resulta legítimo hacer de la política un instrumento de guerra. Esto último supone la subordinación de la democracia política a la guerra y no a la inversa. De esta manera, se configura en la socialización política de los colombianos una estructura psíquica perversa y una actitud cínica en la que aún sabiendo que no se deberían hacer ciertas cosas, se siguen haciendo.


En cuarto lugar, una cuestión critica ineludible, para los psicólogos en general y para los psicólogos sociales en particular, es la autorreflexión (la psicología como una práctica reflexiva y comprometida) sobre las formas en que nuestros discursos y/o nuestras prácticas científicas y profesionales, están contribuyendo a reproducir aquello mismo que criticamos y buscamos transformar.


Finalmente, después de lo expuesto en este documento, es posible hablar de la ideología como la estructura psicosocial de significación de un régimen político que necesita ser investigada a profundidad por los psicólogos sociales. Pues como se dijo anteriormente, las ideologías pretenden  hacer que las cosas nos parezcan naturales a fin de justificar o legitimar lo establecido, y en consecuencia debemos recordar que el fenómeno de la guerra en Colombia es un síntoma. Sí, un síntoma social del deseo de ser colombiano a las buenas o a las malas.


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